En estos tiempos de división y confrontación abierta, sigo buscando puntos de consenso entre unos y otros para facilitar el dialogo, que es lo que a mí más me importa y promuevo. Y así, tengo últimamente identificado que casi todos coincidimos en que nuestra juventud no parece todo lo bien equipada que debiera para los tiempos que vienen. Así lo avalan los alarmantes indicadores de desempleo juvenil y el hecho de que las empresas a duras penas encuentren los perfiles que necesitan a pesar de que los candidatos sean los más formados de nuestra historia.
Acertamos cuando decimos que la falta de competencias se debe al vertiginoso ritmo de los cambios que vivimos en contraposición con la letargia de un sistema educativo que, aunque se esfuerza por avanzar, queda muy atrás en su intento. Sin embargo, en lo que nos equivocamos a menudo, es en pensar que dicho gap afecte a las funciones técnicas nada más. El impacto transformativo de la tecnología sobre todos y cada uno de los ámbitos del conocimiento es inmenso. Como también lo es el cambio de paradigma que ha provocado en las formas de trabajo.
Y sobrevivir a los cambios de paradigma, exige no solo nuevas aptitudes sino también nuevas actitudes. El modelo socio-económico postindustrial requiere de individuos más curiosos, más críticos, más valientes, más emprendedores, a quienes les estimule la resolución de problemas y les apasione el aprendizaje continuo, en formato no formal y colaborativo. Y en esto, desafortunadamente, no vamos bien servidos.
Identificados los retos, no nos ponemos en cambio de acuerdo sobre cuáles han de ser las soluciones y, mientras tanto, sigue pasando el tiempo, y con él, la posibilidad de liderar nuestro futuro. En lo social, nos perdemos con frecuencia en debates tan infructuosos como acalorados sobre si la educación ha de ser pública, privada o concertada y, en lo particular, seguimos acumulando masters y postgrados, online y presenciales, pero sin una voluntad real de transformarnos como individuos y profesionales.
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