top of page

Sucot: Aprender a fluir con la vida

Por el Rabino Moisés Chicurel


Sucot es la fiesta del movimiento y del agua. Durante siete días salimos de nuestras casas y construimos una sucá frágil, abierta al cielo, recordando que la vida misma es transitoria y que la verdadera seguridad no está en los muros, sino en la confianza. En ese espacio sencillo y luminoso, la Torá nos invita a experimentar la alegría más pura: Zman Simjatenu —el tiempo de nuestra alegría.

Esa alegría no surge del confort ni de la estabilidad, sino de la conciencia de estar vivos. Vivir significa cambiar, crecer, transformarse. Por eso Sucot llega después de Yom Kipur: solo quien se ha limpiado por dentro puede disfrutar la vida con plenitud. En esencia, Sucot celebra el flujo de la vida, igual que el agua que desciende de las montañas, se purifica y regresa una y otra vez a su fuente.

En tiempos del Bet Hamikdash, esta idea se expresaba en una ceremonia llamada Nisuj HaMayim, la libación del agua. Cada mañana, los cohanim subían al altar con cántaros de agua del manantial de Guijón, para luego acompañar entre cantos y alegría la ofrenda de cada día de Sucot. Esta libación de agua era acompañada con música, bailes y cantos que llenaban toda la ciudad de Yerushaláim. Tanta era esta alegría que nuestros sabios decían: “Quien no vio la alegría de Simjat Beit HaShoevá, no conoció la alegría en su vida”. Esa fiesta no era solo una celebración; era la expresión más profunda de una verdad espiritual: la alegría auténtica nace cuando el alma fluye en armonía con su Creador, como el agua que fluye sin detenerse.

Sucot nos invita a mirar la naturaleza no como un escenario, sino como un maestro. Los árboles crecen buscando la luz, pero solo lo logran porque están profundamente arraigados. Así también el ser humano solo puede elevarse si recuerda de dónde viene. Las raíces son nuestra historia, nuestra familia, nuestra fe; la luz que buscamos es la conexión con Hashem.

Solo quien tiene raíces firmes puede crecer sin miedo a romperse.

Hoy vivimos en un mundo donde se confunde crecimiento con acumulación. Las ciudades se expanden, las redes se multiplican, los deseos no tienen límite. Pero no todo lo que crece está vivo. Hay crecimientos que enferman, que devoran lo que los rodea, el crecimiento de células mutadas que consumen y destruyen todo a su paso. Sucot nos enseña otro tipo de crecimiento: el que se mide por la calidad de nuestras conexiones, por nuestra capacidad de agradecer, de compartir, de construir en armonía sin destruir.

Por eso la sucá es una metáfora perfecta de la existencia humana: frágil pero significativa, temporal pero sagrada. Cada rama, cada hoja, cada rayo de luz que atraviesa su techo nos recuerda que lo esencial no es durar, sino conectar. Sucot no nos enseña a conquistar el mundo, sino a habitarlo con gratitud. A construir nuestra vida como un refugio sencillo, donde el alma pueda respirar. A no olvidar que nuestro paso en este mundo es efímero y que solo al vivir con agradecimiento, espiritualidad y alegría esa vida logra trascender e impactar a pesar de su fragilidad.

En estos días de Jol HaMoed, busco siempre un espacio donde la naturaleza me ayude a escuchar el silencio. Este año, una vez más, fue el Río Magdalena, el último río vivo de la Ciudad de México. Fui allí para enseñar, pero, como siempre, terminé aprendiendo.

El agua del Magdalena corre entre piedras antiguas, constante y serena. Observé cómo se desliza sin discutir con los obstáculos, rodeando la roca hasta encontrar su camino. La vida espiritual no consiste en eliminar los problemas, sino en aprender a fluir entre ellos.

El río no se detiene, no se queja, no empuja: simplemente avanza. Su fuerza está en su constancia.

Caminando por la orilla, vi un árbol inmenso, con ramas torcidas que crecían en direcciones opuestas. Ninguna igual a otra, pero todas buscando la luz. Entendí entonces que crecer no significa hacerlo de forma perfecta; significa seguir buscando. A veces tomamos caminos equivocados, pero mientras sigamos buscando la luz, seguimos vivos. La clave no es evitar los errores, sino aprender de ellos y seguir adelante. Así como el árbol logra crecer al expandir sus ramas y deja caer aquellas que ya no reciben luz. Hay que aprender a dejar atrás aquello que ya no aporta luz en nuestra vida y seguir intentando expandir nuevas ramas que reciban luz y bendición.

Más adelante encontré una presa construida con piedras naturales, cada una distinta en tamaño y forma, pero todas encajadas a la perfección. Pensé en el mizbeaj, el altar del Templo de Yerushaláim, que debía ser construido con piedras sin tallar, porque cada piedra tenía su forma única. Una comunidad, como un altar, no se edifica igualando a las personas, sino uniéndolas.

Cada uno aporta su textura, su historia, su función. Juntos sostenemos la estructura del pueblo de Israel.

Cuando el sol comenzó a reflejarse en el agua, recordé las palabras del salmo: “אז ירננו כל עצי יער – Entonces cantarán todos los árboles del bosque.” En ese momento, comprendí que la naturaleza entera participa del mismo cántico: el del agua que fluye, de los árboles que crecen, del ser humano que busca sentido. Todo lo que está vivo canta, porque todo lo que está vivo agradece.

Sucot nos invita a sumarnos a ese canto. A celebrar no lo que poseemos, sino lo que somos; no lo que dura, sino lo que fluye.

Como el agua derramada en el altar, como el río que no se detiene, como el alma que se alegra simplemente de seguir viva.

Que en esta fiesta del agua y de la alegría sepamos fluir, enraizarnos y construir juntos.

Y que, al hacerlo, volvamos a escuchar —aunque sea por un instante— el murmullo sagrado de la vida que canta.



 
 
 

Comentarios


bottom of page